Una
luz cenital como médula
y
se abrieron mis ojos a la vida
en
el reino autóctono de mi verdad.
El
maestro hablaba de otras geografías,
pero
allí teníamos ejemplos de casi todo,
si
bien los conceptos no se adaptaban
a
las dimensiones que podíamos palpar.
Vivir
a la falda de la Sierra Blanca
proyectaba
en mis expectativas
el
reto de escalar para ver el más allá
o
descender hacia el infinito azul
que
se divisaba al fondo del panorama.
Un
mundo agrícola, una vida de esfuerzo
como
horizonte gestado hacia futuro.
En
las pituitarias se acentuaban
los
aromas gestados en las trébedes
y
los acentuados por la naturaleza:
el
azahar con su ácido de cítrico,
la
hierbabuena escalando al puchero,
el
sabor agraz de las uvas prematuras
colmadas
de impaciencia en la boca,
o
la calda ardiendo en las entrañas
y
anunciando el pan de cada día.
En
la almazara era más persistente
el
olor del alpechín que el oro verde
ungiendo
el hambre desde la base.
Autosuficiencia.
Conformidad. Aceptación
a
todo aquello alcanzable o visiones
que
alimentaba el cine haciendo soñar.
El
futuro era una página ya garabateada
desde
la misma sima de la infancia.